martes, 23 de septiembre de 2014

El placio de (la) Peña (Sintra)

Dicen que “El parque y el Palacio de la Pena son la expresión máxima del Romanticismo del siglo XIX en Portugal”. No reiteraré una discusión ya planteada en otra entrada, pero debo reconocer que en este caso, el palacio portugués se acerca mucho a los clichés populares —de popularidad culta, por supuesto— sobre el Romanticismo, acaso porque aquí se manifiesta con más claridad la voluntad de crear un universo para el más estricto disfrute personal.


Unos cuantos años antes de que se empezar a construir el palacio de Neuschwanstein, Fernando II, esposo de la reina María II, ordenó el comienzo de las obras; se da la circunstancia de que Fernando II había nacido en tierras alemanas (Coburgo), dado que su familia tenía posesiones en la actual Eslovaquia.
Aunque estuvo a punto de reinar en España y, como rey consorte, cumplió sobradamente su cometido profesional:  engendró buen número de vástagos de sangre azul con la reina María, que murió víctima de tan encendido empeño…  Pero a Fernando II le tocó en suerte vivir malos tiempos para las monarquías, porque sus vasallos deseaban ser, ante todo, ciudadanos; tal vez por ello, porque eran numerosos quienes intentaban suprimir gastos superfluos, el rey por derecho reproductor, adoptó una postura que a quienes distraen la mirada por las páginas de este blog, ha de resultarles familiar: se presentó como un fervoroso protector de las artes, que él mismo practicaba… Los profesionales de la lisonja de su época le pusieron por sobrenombre “el rey artista”. ¿No es maravilloso?
Y al “rey artista” se le ocurrió construir un castillo maravilloso, en un paraje espectacular, de cualidades no muy alejadas del ambiente alpino de Neuschwanstein, a escasos kilómetros de la capital de Estado. Sintra no cuenta con la contundencia del tronío alpino, pero se da un aire. Strurm und Drag frente a fado pasional, que brota de las entrañas...


Lo más curioso de la iniciativa, acaso escasamente trufada de dobles o triples intenciones políticas, es que buscó las referencias estéticas en el arte andalusí y no en elementos culturales más relacionados con la “esencia” de “lo portugués”. Supongo que a los “sajonizados” liberales portugueses no les haría demasiada gracia… En ello se distancia este lugar de los castillos de Luis II, acaso excesivamente cargados de responsabilidades simbólicas pretendidamente coincidentes con los sentimientos más arraigados en la bodegas conservadoras de la sociedad alemana de mediados del siglo XIX.



No obstante, desde lo más aparente, desde la imagen que el castillo ofrece al turista, el resultado es un castillo-palacio que se puede comparar sin demasiado sonrojo con el de Luis II de Baviera, porque es tan "maravilloso" u "hortera y recargado" —según el criterio estético de cada cual— como el inspirado en Wartburg.


Para visitarlo, debemos asumir penalidades afines a las de la “réplica” alemana, porque también aquí es necesario recorrer caminos empinados y no siempre bien adecuados a las posibilidades de los pies no portugueses, acostumbrados a diseños urbanos casi tan irregulares.  Por fortuna, es relativamente sencillo aparcar en las inmediaciones y, por supuesto, emplear los transportes colectivos que simplifican considerablemente el acceso.
No prohíben hacer fotografías y con ello, dan la razón a los gestores alemanes, que aplican verboten prusiano muy tajante en Neuschwanstein. Creo que en este tipo de lugares, que imponen a los visitantes circular por habitaciones pequeñas y pasillos estrechos, es poco práctico consentir que los visitantes se hagan fotos en los lugares más o menos interesantes, porque hay personas que desean dejar huella iconográfica de su visita en todas partes, absolutamente en todas partes, y ello ralentiza hasta la exasperación el ritmo de la visita. Supongo que aquí no tardarán en prohibirlo para poner en marcha los juegos a hurtadillas a los que es tan aficionado el director del Museo del Prado.
Es una mezcla pavorosa entre elementos de sentido gótico, ornamentos barrocos y reinterpretaciones nazaríes. Lo dicho, salvando algunas zonas más o menos concebidas con buen gusto, es otra horterada espectacular, de las muchas que proliferaron durante el siglo XIX al amparo de la subjetividad del gusto y de las posibilidades económicas de una clase social al borde de la desaparición; por fortuna, en el castillo no hay pinturas de sacro sentido lusitano...


También este castillo activa la curiosidad masiva de los turistas, de modo que aunque no llega a las cifras de Neuschwanstein, no anda demasiado lejos.
Cuenta con cafetería, restaurante de pretensiones y tienda de recuerdos…
Lo más interesante, sin duda, es el uniforme de los vigilantes; a quien lo haya diseñado debieran darle un premio...

En todo caso, merece la pena dedicar un día completo a visitar el palacio y los jardines, por supuesto, si se tienen buenas piernas.

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